Interesante artículo de Pilar Roca sobre Julio Cortázar, sobre quien publicamos el libro Cortázar sin barba, de Eduardo Montes-Bradley.

Cortázar sin barbaQuizás no es éste libro que busquen los críticos de su obra sino el lector curioso que quiera leer, sin demasiadas notas a pie de página sofocándole con una erudición imperdonable, los capítulos más en apariencia ingenuos de un escritor complejo. Pero sobre todo, este libro tiene dedicatoria reservada a aquellos que no pueden admirar sin mitificar, sin huir a los excesos que solo ridiculizan una figura que no necesita de atributos añadidos y exagerados sino de una lectura desinhibida donde encontrar las claves de la argentinidad, esa que se manifiesta en la relación que el colectivo mantiene con sus mitos, sus dioses, los sustitutos paternos al fin y al cabo.

Montes-Bradley se interesa por poner la memoria en la justa dimensión de los hechos que marcaron la vida de Cortázar y crítica sin ambages aquellos aspectos de un comportamiento siempre conciliatorio que dejaron volar los prejuicios más comunes del lector argentino sobre sus escritores, esos operarios y elaboradores del lenguaje por donde pasa toda identidad cultural. Lo interesante es que se abre en este trabajo una reflexión libre, como Cortázar proponía en su literatura, libre para hablar sobre los errores que hacían de las menores limitaciones (la asumida dislalia) una exagerada virtud. No es un libro contra Cortázar, no es un libro a favor de Cortázar, es un trabajo sobre la superposición de las falsas lecturas de un Cortázar que supo inventarse así mismo, aunque eso sí, y siempre según Montes-Bradley, con la inestimable ayuda del mundo femenino doméstico que sabía contar cuentos como nadie.

Quizás también por ello el libro haya recibido mayor atención de la crítica fuera que dentro de Argentina, en la que simplemente no se perdona que se cuestionen sus prejuicios sobre ese eterno tema sin aparente solución que consiste en definir qué es ser argentino. Una pregunta cuya respuesta una y otra vez se les escapa, por accidente, entre vocablos del francés. Y si se les escapa es, según Montes–Bradley, porque o el padre nunca está o porque habla una lengua que siendo fascinante nadie la entiende, o solo unos privilegiados, como Cortázar. Cortázar sobrevive a tanta soledad paterna, piensa el lector fallido, porque habla español con un imprescindible y patrimonial acento francés. Eso es lo que le salva, piensan propios y extraños, que hace de lo distante y exótico una cosa bien castiza. Y contra ellos escribe Montes-Bradley. O mejor, por hablar con mayor propiedad, contra ellos no, contra esos prejuicios de negarse a encontrar al padre a la vuelta de la esquina hablando un español fecundo de yeismos, checheos y porteñismos y a quien, no ya el francés, sino el castellano de la meseta le queda tan ajeno e inútil como una enciclopedia de folclore africano para manifestar sus mundos.

 

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